La vida ya es lo bastante fluida y escurridiza como para poder abarcarla toda. Pero a veces, la muerte ilumina la vida. En este espacio lo que importa es la literatura, y no la necrológica. Sin descender a ella, estos días tengo presente a Soledad Ortega, que acaba de fallecer. La evoco en dos paisajes diferentes: apenas acabada la carrera, en 1936, Soledad sale de España con sus padres y se instalan en Grenoble. Es la huida de quienes habían apoyado en un primer momento la República, y luego se desmarcaron de algunos de sus excesos, pero sin caer en la ignominia de buscar una salida fuera de las urnas. El padre de Soledad, Ortega y Gasset, fue uno de los primeros intelectuales en firmar a favor de la República, de la que muy pronto se distanció: "No es ésto, no es ésto", dijo. Ante la hecatombe de la inminente Guerra Civil, decidió exiliarse antes de que le exiliaran: de ninguna manera podía apoyar la facción franquista; tampoco se sentía tan afín al Gobierno legítimo para sumarse a una confrontación violenta que no sentía. María Zambrano, comprometida hasta el fondo con esa República que había abierto las puertas al regeneracionismo y la modernidad, le pidió una postura más beligerante, pero el Maestro se escabulló. Eso no le salvó d un largo exilio.
Durante unos años, la joven Ortega dio clases y ayudó a su padre a poner a punto sus escritos en los diferentes escenarios europeos en que se refugiaron. Luego, pasada la etapa dura de la posguerra, Soledad Ortega decidió regresar sola a España y, en este segundo escenario, dedicó su vida a mantener viva la memoria del filósofo y de Revista de Occidente, focos de liberalismo en una España adormecida y mutilada. Con Julián Marías y Dolores Franco desarrolló diversas iniciativas, e hizo de puente entre intelectuales del exilio y del interior (algunos exiliados también, aunque pèrmanecieran dentro de España). Cuántas confidencias debió conocer Soledad Ortega en esas décadas en que escritores y artistas se veían amenazados por la censura (si vivían en España, como Elena Soriano) o el olvido (si se encontraban al otro lado del Atlántico). Recuerdo, sobre todo, las vigorosas cartas de Rosa Chacel a la hija de Ortega, buscando un sitio en nuestra cultura. Exigiéndolo a veces, lamentándose de haberlo perdido en otras. ¡Cuántas cartas debió reunir no ya de Rosa Chacel, sino de otros creadores que recurrían a ella en momentos de incertidumbre, sabiendo que era interlocutora adecuada por ser hija de quien era y por su talante liberal! Por cierto, Rosa Chacel, a pesar de su mayor compromiso con la República, también abandonó España en los primeros meses de la contienda fratricida. El renacimiento cultural que vivía el país quedó "hecho cisco" con la sublevación militar y la Guerra Civil, decía, pero ella no estaba preparada para empuñar un fusil. La guerra se la dejaba a los profesionales. Igual, aunque de otro modo, que Juan Ramón. Ahora bien, cuando la facción insurgente ganó y Franco se alzó con todo el poder, quedó meridianamente claro que todos ellos habían perdido la guerra y que lejos de volver, les aguardaba un injusto, largo y a menudo penoso exilio.
La transición no se hizo sólo porque gentes como Suárez tuvieron la visión y la generosidad de ir a la democracia y dar espacio a la oposición, sino porque había ya un tejido social que había establecido puentes. Uno de esos puentes lo construyó Soledad Ortega.
Casi al mismo tiempo que Soledad Ortega ha fallecido Emilio Sáenz de Soto. Fue un joven bohemio que huyó de los rigores del primer franquismo estableciéndose en Tánger. Lo conocí al preparar mi biografía sobre Carmen Laforet, un ensayo que luego tomó forma en el primer y más extenso capítulo de Mujeres de la posguerra. Había sido un gran amigo y confidente de Laforet y también guardaba valiosas cartas de ella que entregó a la Residencia de Estudiantes y que tuve la oportunidad de consultar. Sáen de Soto, crítico de cine y delicioso conversador, se encontraba ya aquejado de los achaques de la edad cuando lo visité, pero seguían siendo un erudito, de memoria enciclopedica. Lo sabía todo de todo el mundo. Del mundo de la cultura tangerina y de la sociedad española, se entiende.
Soledad Ortega y Emilio Sáenz de Soto tenían poco que ver. Pero si les recuerdo hoy es por su singularidad. Son figuras irrepetibles, lo que no signfica, afortunadamente, que sean insustituibles: son dos pacientes eslabones -ambos siempre en un segundo plano, pero al lado de hombres y mujeres excepcionales- en el fluir de las ideas y la cultura. In memoriam