miércoles, 28 de noviembre de 2007

Soledad Ortega y Emilio Sáenz de Soto: doble evocación

La vida ya es lo bastante fluida y escurridiza como para poder abarcarla toda. Pero a veces, la muerte ilumina la vida. En este espacio lo que importa es la literatura, y no la necrológica. Sin descender a ella, estos días tengo presente a Soledad Ortega, que acaba de fallecer. La evoco en dos paisajes diferentes: apenas acabada la carrera, en 1936, Soledad sale de España con sus padres y se instalan en Grenoble. Es la huida de quienes habían apoyado en un primer momento la República, y luego se desmarcaron de algunos de sus excesos, pero sin caer en la ignominia de buscar una salida fuera de las urnas. El padre de Soledad, Ortega y Gasset, fue uno de los primeros intelectuales en firmar a favor de la República, de la que muy pronto se distanció: "No es ésto, no es ésto", dijo. Ante la hecatombe de la inminente Guerra Civil, decidió exiliarse antes de que le exiliaran: de ninguna manera podía apoyar la facción franquista; tampoco se sentía tan afín al Gobierno legítimo para sumarse a una confrontación violenta que no sentía. María Zambrano, comprometida hasta el fondo con esa República que había abierto las puertas al regeneracionismo y la modernidad, le pidió una postura más beligerante, pero el Maestro se escabulló. Eso no le salvó d un largo exilio.
Durante unos años, la joven Ortega dio clases y ayudó a su padre a poner a punto sus escritos en los diferentes escenarios europeos en que se refugiaron. Luego, pasada la etapa dura de la posguerra, Soledad Ortega decidió regresar sola a España y, en este segundo escenario, dedicó su vida a mantener viva la memoria del filósofo y de Revista de Occidente, focos de liberalismo en una España adormecida y mutilada. Con Julián Marías y Dolores Franco desarrolló diversas iniciativas, e hizo de puente entre intelectuales del exilio y del interior (algunos exiliados también, aunque pèrmanecieran dentro de España). Cuántas confidencias debió conocer Soledad Ortega en esas décadas en que escritores y artistas se veían amenazados por la censura (si vivían en España, como Elena Soriano) o el olvido (si se encontraban al otro lado del Atlántico). Recuerdo, sobre todo, las vigorosas cartas de Rosa Chacel a la hija de Ortega, buscando un sitio en nuestra cultura. Exigiéndolo a veces, lamentándose de haberlo perdido en otras. ¡Cuántas cartas debió reunir no ya de Rosa Chacel, sino de otros creadores que recurrían a ella en momentos de incertidumbre, sabiendo que era interlocutora adecuada por ser hija de quien era y por su talante liberal! Por cierto, Rosa Chacel, a pesar de su mayor compromiso con la República, también abandonó España en los primeros meses de la contienda fratricida. El renacimiento cultural que vivía el país quedó "hecho cisco" con la sublevación militar y la Guerra Civil, decía, pero ella no estaba preparada para empuñar un fusil. La guerra se la dejaba a los profesionales. Igual, aunque de otro modo, que Juan Ramón. Ahora bien, cuando la facción insurgente ganó y Franco se alzó con todo el poder, quedó meridianamente claro que todos ellos habían perdido la guerra y que lejos de volver, les aguardaba un injusto, largo y a menudo penoso exilio.
La transición no se hizo sólo porque gentes como Suárez tuvieron la visión y la generosidad de ir a la democracia y dar espacio a la oposición, sino porque había ya un tejido social que había establecido puentes. Uno de esos puentes lo construyó Soledad Ortega.
Casi al mismo tiempo que Soledad Ortega ha fallecido Emilio Sáenz de Soto. Fue un joven bohemio que huyó de los rigores del primer franquismo estableciéndose en Tánger. Lo conocí al preparar mi biografía sobre Carmen Laforet, un ensayo que luego tomó forma en el primer y más extenso capítulo de Mujeres de la posguerra. Había sido un gran amigo y confidente de Laforet y también guardaba valiosas cartas de ella que entregó a la Residencia de Estudiantes y que tuve la oportunidad de consultar. Sáen de Soto, crítico de cine y delicioso conversador, se encontraba ya aquejado de los achaques de la edad cuando lo visité, pero seguían siendo un erudito, de memoria enciclopedica. Lo sabía todo de todo el mundo. Del mundo de la cultura tangerina y de la sociedad española, se entiende.
Soledad Ortega y Emilio Sáenz de Soto tenían poco que ver. Pero si les recuerdo hoy es por su singularidad. Son figuras irrepetibles, lo que no signfica, afortunadamente, que sean insustituibles: son dos pacientes eslabones -ambos siempre en un segundo plano, pero al lado de hombres y mujeres excepcionales- en el fluir de las ideas y la cultura. In memoriam

lunes, 26 de noviembre de 2007

Sostiene Carson McCullers

que el amor es a la vez una experiencia común y desigual. Lo sabíamos, desde luego. Pero me gusta que esta maestra del relato, además de ahondar en el alma de sus personajes -y en el corazón de los lectores con los que comparte su narrativa-, desenmascare los equívocos en los que caen los enamorados. No hay duda de que el amor es una experiencia común para los amantes, dado que ambos viven esa historia, sea inclinación o pasión. Pero es al mismo tiempo una experiencia distinta para cada uno de los enamorados, en ocasiones radicalmente diferente. No siempre lo viven ambos con la misma intensidad, voracidad, entrega o compromiso. Uno ama más que el otro e incluso, en algunas parejas, uno ama y el otro es amado, o se deja amar. Y a menudo, este reparto funciona, aunque sólo sea porque quien ama quiere, en efecto, darse, y quién es amado, busca ese pasivo papel.
La inquietud surge cuando la desproporción genera abismos y desencuentros. O cuando uno de los dos desea experimentar el papel opuesto. Quizás el éxito no dependa sólo de un reparto equilibrado, sino de que quien es amado elija a alguien que le guste lo bastante como para ser capaz de invertir los papeles.
Releer La balada del café triste de C. McCullers, puede ser sugerente no sólo por el placer que proporcionan sus cuentos, sino por la marea de emociones que suscitan.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Leo a Tusquets, evoco a Matute

Empecé a leer hace unos días Habíamos ganado la guerra, de Esther Tusquets, la autora de la trilogía El amor es un juego solitario. Es su último libro, memorias que abarcan desde los 3 a los 19 años. En anteriores obras ya había aludido a su particular relación con su madre, tan particular y plagada de malentendidos como todas las relaciones madres-hijas, pero en este caso quizás algo más. Tusquets había confesado en una obra anterior algo que me resultó curioso, su paso por la Sección Femenina al filo de la adolescencia. No me casaba con la imagen de gauche divine que tenía de ella. En Habíamos ganado la guerra, une la mezcla de adoración y de crítica que mantiene respecto a su madre, burguesa catalana que la dejó de niña en manos de criadas y niñeras con sus recuerdos de la posguerra y su temporal adcripción falangista (aunque no he llegado aún a esta parte) . Ambas cuestiones van un poco hiladas: lo más valioso de estas memorias es el retrato que hace de la burguesía catalana que por razones tácticas y de puro oportunismo vio en la facción rebelde que finalmente ganó la Guerra Civil, su salvavidas. Burguesía que para recuperar su esplendor pasado optó por tergiversar la historia aunque fuera tácitamente: Tusquets confiesa que durante muchos años creyó que la Guerra Civil la habían empezado los rojos.
Tusquets lo explica bien: sus familiares estaban agotados y hambrientos por la tensión de los tres años de guerra, se sentían amenazados por las demandas de los comités republicanos y vieron en la llegada de las tropas de Franco el fin del miedo y de la escasez. Desde entonces, su madre se dedicó a resarcirse de las penurias pasadas. Ni era franquista ni creyente (por aquello del nacionalcatolicismo) pero Franco le vino bien.

Ana María Matute vivió la guerra desde la misma trinchera burguesa pero su prisma fue otro. Tenía 11 años en 1936, y el espanto de la guerra, la sensación de que su mundo familiar y burgués se desmoranaba o se podía derrumbar en cualquier momento, la sacudió por dentro. En una de sus escasas salidas a su ciudad descubrió a un hombre tirado en el suelo, muerto y con un bocadillo de chocolate en la mano. La guerra era eso: la brutal interrupción de lo cotidiano. Pero al final de la contienda ella ya no fue la previsible chica burguesa que podía haber sido...Se sentía estafada: le habían quitado la inocencia, pero los salvadores no la salvaron de nada, porque la injusticia y el horror seguían imperando. Con el tiempo, Ana María Matute escribiría Primera memoria, sobre la gran decepción que experimenta una adolescente que podría haber sido ella al descubrir el mundo, es decir, la realidad adulta. Y más adelante, Los hijos muertos, una de las mejores novelas de la posguerra. Así lo creía Ana María Moix y así se lo escribió a Rosa Chacel. Los hijos muertos no son más que todos los muertos de la Guerra Civil, todos los muertos de nuestros padres y abuelos; todos nuestros muertos, en suma. Aunque sobren páginas y los demonios de Matute afloren: tremendismo, desbordante imaginación o excesiva adjetivación, ahí está una obra cumbre. Los protagonistas habían participado en la guerra fratricida y sus hijos y ellos mismos están ya moralmente muertos aunque se paseen por la novela de Matute.
El otro día el obispo Blázquez pidió perdón tímidamente por actuaciones concretas de la jerarquía en el decenio de los años treinta del pasado siglo. Un eufemismo, claro, pero algo es algo. Sería bueno que hubiera más peticiones de perdón de los unos a los otros y viceversa. Sería bueno que no se impidiera una catarsis que completara los logros de la transición (se optó por la amnesia porque era la única manera de salir del atolladero y establecer puentes). La Ley de la Memoria, quizás innecesaria, es, en cualquier caso un instrumento para satisfacer y hacer justicia a los perdedores que ni siquieran pudieron llorar a sus deudos ni explicar que perdieron una guerra que no empezaron. Hay una tercera fase, que es el perdón y la empatía hacia el otro, aunque sea de un modo simbólico.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Vila-Matas escribe

"No creo que haya enfermo de la literatura más grande que Kafka. Su diario es aterrador" (en El mal de Montano. Anagrama). Coetze sostiene que las novelas de Kafka son en realidad borradores, obras inacabadas. Potentes borradores, faros que anunciaban lo que iba a ser o podía ser. No hay contradicción en lo que dice uno y otro de Kafka, y sí mucha admiración. El que escribía o deliraba estaba enfermo de literatura. Sus borradores son en todo caso magistrales, aunque febriles. Al final, literatura o enfermedad, todo lo mismo.
No siempre es así. A veces la fiebre sólo da para una escritura delirante; otras muchas ese delirio permite ir hasta lo hondo y hacer al menos metaliteratura. Muchos escritores han ensayando esa vía, la del delirio, en algún momento especial, y a menudo han tirado el manuscrito a la papelera. Otros, más ecuánimes consigo mismos, lo han guardado. Y con el tiempo, lo han dado a la luz. O no.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Hoy deseo releer

a Nadine Gordimer. Baste recoger esta pequeña frase de una de sus últimas novelas, Un arma en casa, para captar la sensibilidad de esta escritora surafricana de origen blanco que ha sabido también ser una más entre los negros: "El pensamiento huye de lo que tiene delante, como hace un pájaro que ha entrado volando en un espacio cerrado, debe de haber algún agujero por donde salir".
Me estremece y me seduce esta frase porque es polisémica y sugiere al lector, su cómplice, una variedad de emociones y reflexiones. Podría estar en esa novela o en otra. Podrías leerla tú y tal vez escribirla yo. Me fascina la obra de Gordimer, su forma de entender la escritura y el compromiso y ese derecho ganado a ser negra y blanca al mismo tiempo. Su lengua inglesa es lo único que le une al pasado colonizador del que proviene: una lengua que como ha dicho tantas veces le permitiría exiliarse sin exiliarse a cualquier lugar en que se hable inglés. Una lengua plenamente arraigada en la patria en la que vive. Patria plural y mestiza. En los tiempos en que ser blanco en Suráfrica equivalía a ser racista, Gordimer sabía que sus vecinos negros eran nada más ni nada menos que sus vecinos sojuzgados. Su escritura y su voz condenaron la segregacion. Ahora, por el contrario, celebran su continua fusión entre vida y literatura.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Como Coetze

me pregunto: "¿Será posible que exista una explicación para todas las cosas que hago, y que esa explicación se encuentre en mi interior, como una llave que tintinea dentro de un bote, a la espera de que alguien la extraiga y la utilice para descerrajar el misterio?"(tomado de En medio de ninguna parte)
Las preguntas más ambiciosas son a menudo las más difíciles de responder. No caeré en la tentación de contestar al premio Nobel. Tampoco puedo hoy bucear demasiado en mi interior. El exterior me apremia, de varios modos. Me asalta hoy una frase que escuché en una tertulia: mujeres cineastas, o políticas, o profesionales cualificadas reivindican hacer películas "aunque sean tan malas como las que hacen los hombres", o alcanzar escaños o puestos de nivel no por ser excepcionales sino por ser, en todo caso, igual de mediocres que sus colegas masculinos. Una provocación, sí, y a la vez una gran verdad. Pero, ¿creéis que los que ahora os niegan el pan y la sal sabiendo que sois excelentes profesionales os van a facilitar las cosas con provocaciones tan sutiles? No os engañeis. Hay hombres y directivos (que con frecuencia son hombres también, claro) que saben que el mundo no les pertenece en exclusiva y que por tanto lo comparten, pero también hay empresarios y responsables de recursos humanos incapaces de reparar en las grandes mujeres que trabajan para ellos. Son invisibles. No cuentan a la hora de los ascensos y promociones. Estáis en vuestro derecho de pedir lo obvio, pero algunos no van a entender vuestra ironía.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Sostiene el profesor Blecua

que la lengua no es sexista. Se lo oigo decir en una emisora de radio. Él sabe bien de lo que habla así que nada que objetar. Pero sí añadir: puede que el sonido en sí no determine el significado; puede que las palabras, desnudas, no sean sexistas, pero sí el uso y las intenciones con que se pronuncian, se nombran y se escriben. Una intención ideológica que en muchos casos evoluciona con el tiempo. Por ejemplo: mujer pública significaba hasta el siglo pasado prostituta (mientras que hombre público se aplicaba a políticos y tribunos). Las demás eran mujeres privadas (es decir, propiedad privada de padres, maridos y hermanos con frecuencia). Hoy la carga peyorativa se ha diluido y mujer pública empieza a utilizarse como sinónimo de figura pública, política o celebridad del sexo femenino.
Algunas barreras caen, y otras deben caer. Apuesto por un feminismo plural (a condición de que sea de verdad feminismo), pero no entiendo que haya mujeres que después de llegar por méritos propios (y por la equiparación legal) a la cima de su profesión, digan esto: Yo he superado todos los obstáculos para llegar adonde estoy, pero que conste que no soy ingeniera, sino ingeniero. ¿Por qué esa matización? Tal vez tengan que superar aún algunas barreras mentales quienes defienden la tradición (en las palabras) antes que su esencia. Dejemos a los filólogos que clarifiquen los términos y no seamos tan agradecidas al sistema dominante.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Hoy recorro

algunas calles madrileñas con la excusa de encontrar un viejo comercio. No lo encuentro y no doy por perdido el viaje. Me gusta deambular por calles que ya conozco y comprobar en qué han cambiado: siempre me sorprenden. Resuenan en mis oídos unas palabras que he escuchado en estos días: "Paz, piedad, perdón". Las dijo Azaña en 1938. Son conocidas, pero parecen nuevas. Me acompañan en mi corto viaje y las recorro al revés: "Perdón, piedad... Y paz". Cada vez me gusta más esta palabra que de niña consideraba antigua: piedad. Lo mío es una lucha entre lo profundo y lo banal, entre la novedad y la austeridad. Recorro calles y recorro palabras. De todo ello sólo retengo esto último: piedad. Por ti, por mí. Para ti, para mí.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Lo dijo

Marguerite Yourcenar: "Con el tiempo me convertí en un escritor que ocasionalmente era mujer". No hay diferencias de género al abordar una ficción y dar voz a sus personajes. Sólo al comienzo de la escritura, las mujeres, como colectivo o como sujetos, pueden transparentar su voz, la visión diferente. Los hombres que escriben no se enfrentan a ese dilema, porque narran desde la convicción de que su voz masculina es universal. Las narradoras contemporáneas han conquistado o están a punto de conquistar esa visión universal o global.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Hoy evoco

a la narradora y protagonista de Nada, Andrea: "Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora". Me resulta aterradora en estos momentos. Nuestra sociedad mantiene ese mezquino reparto de papeles.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Hoy pienso

Como Henri Michaux: "Yo escribo para recorrerme, para saber quién soy". Y añado: "Y para dar otra vuelta de tuerca a la vida"