Empecé a leer hace unos días Habíamos ganado la guerra, de Esther Tusquets, la autora de la trilogía El amor es un juego solitario. Es su último libro, memorias que abarcan desde los 3 a los 19 años. En anteriores obras ya había aludido a su particular relación con su madre, tan particular y plagada de malentendidos como todas las relaciones madres-hijas, pero en este caso quizás algo más. Tusquets había confesado en una obra anterior algo que me resultó curioso, su paso por la Sección Femenina al filo de la adolescencia. No me casaba con la imagen de gauche divine que tenía de ella. En Habíamos ganado la guerra, une la mezcla de adoración y de crítica que mantiene respecto a su madre, burguesa catalana que la dejó de niña en manos de criadas y niñeras con sus recuerdos de la posguerra y su temporal adcripción falangista (aunque no he llegado aún a esta parte) . Ambas cuestiones van un poco hiladas: lo más valioso de estas memorias es el retrato que hace de la burguesía catalana que por razones tácticas y de puro oportunismo vio en la facción rebelde que finalmente ganó la Guerra Civil, su salvavidas. Burguesía que para recuperar su esplendor pasado optó por tergiversar la historia aunque fuera tácitamente: Tusquets confiesa que durante muchos años creyó que la Guerra Civil la habían empezado los rojos.
Tusquets lo explica bien: sus familiares estaban agotados y hambrientos por la tensión de los tres años de guerra, se sentían amenazados por las demandas de los comités republicanos y vieron en la llegada de las tropas de Franco el fin del miedo y de la escasez. Desde entonces, su madre se dedicó a resarcirse de las penurias pasadas. Ni era franquista ni creyente (por aquello del nacionalcatolicismo) pero Franco le vino bien.
Ana María Matute vivió la guerra desde la misma trinchera burguesa pero su prisma fue otro. Tenía 11 años en 1936, y el espanto de la guerra, la sensación de que su mundo familiar y burgués se desmoranaba o se podía derrumbar en cualquier momento, la sacudió por dentro. En una de sus escasas salidas a su ciudad descubrió a un hombre tirado en el suelo, muerto y con un bocadillo de chocolate en la mano. La guerra era eso: la brutal interrupción de lo cotidiano. Pero al final de la contienda ella ya no fue la previsible chica burguesa que podía haber sido...Se sentía estafada: le habían quitado la inocencia, pero los salvadores no la salvaron de nada, porque la injusticia y el horror seguían imperando. Con el tiempo, Ana María Matute escribiría Primera memoria, sobre la gran decepción que experimenta una adolescente que podría haber sido ella al descubrir el mundo, es decir, la realidad adulta. Y más adelante, Los hijos muertos, una de las mejores novelas de la posguerra. Así lo creía Ana María Moix y así se lo escribió a Rosa Chacel. Los hijos muertos no son más que todos los muertos de la Guerra Civil, todos los muertos de nuestros padres y abuelos; todos nuestros muertos, en suma. Aunque sobren páginas y los demonios de Matute afloren: tremendismo, desbordante imaginación o excesiva adjetivación, ahí está una obra cumbre. Los protagonistas habían participado en la guerra fratricida y sus hijos y ellos mismos están ya moralmente muertos aunque se paseen por la novela de Matute.
El otro día el obispo Blázquez pidió perdón tímidamente por actuaciones concretas de la jerarquía en el decenio de los años treinta del pasado siglo. Un eufemismo, claro, pero algo es algo. Sería bueno que hubiera más peticiones de perdón de los unos a los otros y viceversa. Sería bueno que no se impidiera una catarsis que completara los logros de la transición (se optó por la amnesia porque era la única manera de salir del atolladero y establecer puentes). La Ley de la Memoria, quizás innecesaria, es, en cualquier caso un instrumento para satisfacer y hacer justicia a los perdedores que ni siquieran pudieron llorar a sus deudos ni explicar que perdieron una guerra que no empezaron. Hay una tercera fase, que es el perdón y la empatía hacia el otro, aunque sea de un modo simbólico.