jueves, 28 de enero de 2021

El exilio, según María Teresa León

 Exiliarse, desterrarse o ser desterrado implica cambiar de vida de forma radical, volver a nacer, como dijo María Zambrano. 

María Teresa León, femme de lettres, activista republicana  y militante comunista, vivió el suyo con intensidad y desgarro, sin poder revertir esta situación hasta que volvió la democracia. Su estado de ánimo al dejar España en 1939 e instalarse en París antes de marchar a Argentina, queda reflejado en la biografía que la dedico en  Inspiración y talento: Diesciséis mujeres del siglo XX (Punto de vista Editores)

.  “He llegado con las manos vacías a Francia, como nos contaba la tata María que entraban en el cielo los justos”, confiesa, para aludir después a las vicisitudes de los refugiados españoles hacinados en barracones y a la providencial ayuda de Chile para acoger en su país una expedición de republicanos, promovida por Neruda, en el barco Winnipeg.  “[…] ¿Y los que quedaron en Alicante, en la costa luminosa y centelleante aguardando que una mano amiga se tendiese y tirase de ellos? ¿Y los otros, en la cárcel, en el escondite improvisado, debajo de un árbol, en una cueva?” Pese a tantas calamidades, asegura que al menos estos últimos están en España, mientras que los refugiados tienen que sufrir la humillación de que les llamen “¡Apatrides, apatrides…!”

En Memoria de la melancolía, el dolor del exilio esta presente en cada línea: “Contad vuestras angustias del destierro. No tengáis vergüenza. Todos las llevamos dentro. Puede que la fortuna os haya tendido la mano, pero ¿y hasta que eso sucedió? Contad vuestras noches sin sueño cuando ibais empujados, cercados, muertos de angustia. (...) Ha llegado el momento de no tener vergüenza de los piojos que sacábamos entre el pelo, ni de la sarna que nos comía la piel ni de la avitaminosis que nos obligaba a rascarnos vergonzosos en el cine. Nos habían sacrificado. Éramos la España del vestido roto y la cabeza alta”.



Exiliarse es perder, es despojarse, dejar de ser quien se era para ser otro. No es solo cambiar de país. María Teresa León lo vivió a fondo, con la incertidumbre de no saber donde morirse. En Memoría de la melancolía y en la biografía que escribió sobre Jimena Díaz de Vivar la escritora se desdobla y refleja ese continuo recuerdo de lo vivido, ya  irrecuperable, esa melancolía de haber roto con el pasado y haber perdido el paraíso. 


lunes, 25 de enero de 2021

La vuelta de Josefina Aldecoa: Se reedita "Historia de una maestra"

 Se vuelve a reeditar Historia de una maestra (en Alfaguara), a novela de Josefina Aldecoa que da origen a una trilogía  sobre la Guerra Civil, la posguerra y el exilio desde la ficción y desde la perspectiva de tres generaciones de mujeres. Mujeres de negro y La fuerza del destino son los otros títulos de la trilogía, publicados originariamente en Anagrama. Historia de una maestra, inspirada en las historias reales que le contó su madre (maestra rural), aunque no en un sentido autobiográfico literal, da vida a Gabriela, casada también con un maestro, Ezequiel. Llena de ideales, Grabriela quiere transformar el mundo con la educación, pero se encuentra con un universo rural donde el progreso no ha llegado y apenas no hay nada y se ve obligada a construir desde lo básico. Ella y su marido dan clase en Los  Valles, un pueblo de la cuenca minera leonesa donde una mujer, aunque sea maestra, debe olvidarse de antiguas comodidades y compartir la vida con sus vecinos, a los que transmiten conocimientos y valores avanzados, acordes con el impulso modernizador de la Segunda República. Ezequiel se politiza (y se aleja de ella y de lo doméstico, aunque compartan parecidas ideas) y cuando estalla el golpe militar de 1936 y la Guerra Civil, es abatido por los sublevados. Gabriela, con su hija, Juana, y su madre, abandonan el pueblo y se trasladan a la capital. Ella ha sido expedientada y ha perdido su plaza, pero da clases particulares en el piso en el que viven. La guerra sigue en el frente, pero  ellas, perdedoras, viven una ciudad situada en zona franquista, junto con sus adversarios, aunque cuenten con la ayuda discreta de algunos pocos que empatizan con su suerte. Juana tendrá que crecer con esa ambigüedad: sus compañeras de colegio y ella misma viven ya en un clima de posguerra anticipada, en lo que será después la dictadura en España, y no quiere distinguirse de ellas ni sentirse extraña, a la vez que quiere ser leal a los ideales de su madre. 

En Mujeres de la posguerra (Planeta, 2001, Sílex, 20017) dedico un capítulo a Josefina Aldecoa y a su obra, en especial a  Historia de una maestra (que guarda ciertos paralelismos con Diario de una maestra, de Dolores Medio) y al resto de la trilogía. Al final, Gabriela decidirá poner tierra de por medio y marcharse a México (aunque no a la manera desesperada y precipitada de los exiliados que cruzaron la frontera), a través de un nuevo matrimonio con el que empezar una vida desde cero. Al final de la novela, el lector descubre que Gabriela se dirige a Juana, destinataria de su historia. Y será Juana la que tome el testigo para narrar Mujeres de negro

Busco en Mujeres de la posguerra algunos de los párrafos en los que aludo a esta novela testimonial y conmovedora en muchos sentidos, al reflejar un periodo de nuestra historia que abarca de los años veinte a los cuarenta. Y leo y termino con algunas de las reflexiones recogidas en este libro:  

 

"Carmen Martin Gaite elogia la acertada imbricación de la vida privada y pública de esta maestra creada por Aldecoa,  en un artículo publicado en Diario 16 en noviembre de 1990: “En la penúltima página de la novela, cuando tras asistir al entierro de su padre, la narradora recibe la noticia de que han fusilado a su marido y viaja con su hija de corta edad en brazos, al pueblo donde ambos fueron maestros, en las cunetas se ven cadáveres, y ella tapa la cara de la niña. Acaba de estallar la guerra en Canarias. Un viajero en el asiento de delante despliega un periódico y Gabriela, por encima del respaldo, ve la fotografía de aquel general cuya boda presenció doce años antes. Reconoce la mirada como perdida a lo lejos y aprieta contra el regazo la cabeza de su hija, nacida el mismo día en que nació la República, la única pieza superviviente del sueño (...). Porque esta novela, además de dar fe del destino humilde de los maestros de la República, es una historia de  maternidad. Sin una concesión al sentimentalismo, está presente en todo momento el amor por esa niña que desplaza y absorbe poco a poco las inquietudes sociales y políticas de la maestra (...). A sus sueños de amor y aventura se le van cercenando las alas, a medida que tiene que adaptarse a la vida en los sucesivos pueblos donde la destinan y encajar una política que se le va haciendo cada vez más incomprensible (...). Pero siempre queda la alegría de ir viendo crecer a esa niña a quien enseña junto a las otras a leer, a nombrar los objetos y amar la vida”.

      A ella, a Juana, va dirigida Historia de una  maestra. Ella es la interlocutora de Gabriela, como se revela en las últimas líneas finales:

 

“Contar mi vida...Estoy cansada, Juana. Aquí termino. Lo que sigue lo conoces tan bien como yo, lo recuerdas mejor que yo. Porque es tu propia vida” (Historia de una maestra, p.232)

 

 

El exilio de Juana

Juana recoge el testigo y se convierte en la voz narradora de Mujeres de negro, la segunda parte de la trilogía. En Mujeres de negro, Juana arranca la narración desde el momento en que su madre, Gabriela, su abuela y ella, se instalan en la capital huyendo del horror vivido en Los Valles. Eloísa, la hija del alcalde de Los Valles, que también ha sido fusilado, les ha facilitado un piso confortable y barato en la capital, y Gabriela trata de salir adelante dando clases en una de las habitaciones del piso. La guerra continúa, pero ahora es la voz de Juana, todavía niña, la que narra lo que es vivir con miedo a pesar de estar fuera del frente, el miedo soterrado que hacía susurrar a los adultos: “Si llaman de noche, no abráis. Vienen de noche, los sacan de noche”. Un miedo inquietante que convive con otro más real, el de los bombardeos.

 

“Es extraño vivir una guerra. Aunque el campo de batalla no esté encima y no se sufran las consecuencias inmediatas todo lo que ocurre a nuestro alrededor viene determinado por la existencia de esa guerra. Nos llegaban noticias del hambre que se pasaba en la zona republicana y nosotros no teníamos escasez  de comida. Sin embargo no había telas ni zapatos ni otros productos manufacturados de primera necesidad. “Claro, ellos tienen las fábricas, nosotros la agricultura”, decía la gente. Se teñía la ropa, se daba la vuelta a los abrigos, se remendaba, se cosía, se deshacían prendas viejas para convertirlas en nuevas. Y todo quedaba aplazado hasta que terminara la guerra. “Cuando acabe la guerra” se convirtió en una frase clave de mi infancia. Cuando acabe la guerra iremos, volveremos, compraremos, venderemos, viviremos...” (Mujeres de negro, p.18)


(....) No fue un día ni una fecha. Poco a poco Juana va comprendiendo que la guerra la han ganado los otros, que su madre y los padres de Amelia han perdido.

 

 “Después será peor”, dijo un día el padre de Amelia. “Cuando esto acabe será mucho peor . Porque ahora les queda una última duda, una última precaución: nada está ganado mientras no esté todo ganado. Pero vencerán y entonces sacarán las uñas y las irán clavando con delectación en los derrotados. Será poco a poco y le darán forma legal. Después de la guerra vendrá la persecución a los vencidos...” (...) Nosotros éramos los vencidos, los perdedores, los que sufrían persecuciones. El padre de Amelia también era un vencido, pero el tenía amigos, parientes, dinero, un puesto claro e inofensivo entre los tarros de su farmacia. Mi madre y yo y muchos otros éramos los verdaderos perdedores aunque nunca habíamos tenido mucho que perder. Dejaba fuera a la abuela porque la veía desfallecida y lejana de toda amenaza que no fuera su propia enfermedad” (Mujeres de negro, pp. 48 y 49)

 

     El anunciado final de la guerra llega el 28 de marzo de 1939, con la caída de Madrid. Unos días después muere la abuela y Gabriela, que ya iba de alivio por sus lutos anteriores, vuelve a envolverse en el color negro. Poco después decide vender la casa del pueblo para marcharse lejos. Como muchos vencidos no soporta el día a día de la derrota. Juana ve con inquietud que su madre maquina una especie de destierro. ¿Adónde irán? Juana no lo sabe. Por una carambola del destino, esa huida adquirirá una dimensión inesperada. A través de los padres de Amelia, Gabriela conocerá a Octavio, un mexicano viudo y rico con una hija pequeña. Cuando Octavio vuelva a México, Gabriela y Juana se irán con él. Y no como meros compañeros de viaje. Gabriela se casará con Octavio y madre e hija se instalarán  con él en la hacienda en la que vive. Desde ese momento la historia de Gabriela parece girar en parte hacia el cuento de hadas, pero no es casual que ese viaje la lleve a México, el país que acogió a tantos exiliados gracias a la generosidad del general Cárdenas (...)"