Ahora, una película sobre la filósofa dirigida por Margarethe von Trotta recoge la trayectoria de Arendt y los años cruciales en los que publicó su alegato sobre los estragos causados por banalidad del mal.
Lo que encontró en el juicio a Eichman fue más valioso que lo que esperaba hallar, o en todo caso distinto. Cierto, el reo era el autor de crímenes horrendos, pero era a la vez un personaje mediocre, incapaz de pensar, servil, mimético: habia asumido las órdenes de sus superiores como si eso le eximiera de cualquier responsabilidad personal. Encarnaba el mal, pero de forma banal. No tenía excusa, pero las circunstancias que rodeaban a aquel pobre diablo, su vacío moral e intelectual, le dieron pie para desarrollar su teoría con lentera ibertad. Los lectores neoyorkinos, las autoridades israelíes y sobre todo sus amigos judíos interpretaron sus tesis como una provocación no exenta de traición. Un proceso doloroso que obligó a Arendt a explicar sus tesis en el ámbito universitario, despejando cualquier duda de ambigüedad: condenaba igualmente a Eichman y a los nazis, cómo no, pero ponía el acento no en una maldad intrínseca, sino banal. Esa banalidad, esa debilidad intelectual y social era el marco en el que habían arraigado las perversas consignas nazis que propiciaron la solución final contra judíos y gitanos.
Ver esta película que protagoniza Barbara Sukowa permite tocar la valentía personal y la libertad de conciencia de una pensadora que inició su andadura como discípula predilecta (y amante) de Martin Heidegger y que vivió el desconsuelo de huir de su país (y de un maestro que la decepcionó por su connivencia con el nazismo).
Por encima de cualquier conveniencia personal, esta mujer que se había refugiado en Francia y que tras la ocupación emigró a Estados Unidos, optó por defender lo que pensaba y no tanto lo que sentía. La honradez intelectual como principio, el escepticismo como cautela. Es lo que transmite este filme que anima a redescubrir el pensamiento de esta filósofa casi contemporánea.