lunes, 11 de mayo de 2009

El conde Vronski y otros depredadores emocionales



Recordemos la escena, tan universal, del conde Vronski descubriendo por primera vez a Anna Karenina. Deslumbrado, Vronski decide en ese momento que esa maravillosa mujer tiene que pertenecerle. No piensa en lo que les separa, ni en la perturbación emocional que su deseo puede acarrearle a ella, mujer casada, y madre, en la Rusia del XIX. Todos los lectores de Tolstoi sabemos cómo acaba esta historia. El terremoto emocional que causa Vronski en Anna, los días de una felicidad que ella, acomodada a la vida que tenía antes de conocerle, no buscaba ni deseaba, la pérdida de sus hijos, la tensión acumulada que lleva a nuestra heroína al deterioro psicológico.
Sin el dramatismo de Anna Karenina, muchas personas se ven unidas a veces a esos depredadores emocionales (ellos o ellas) que buscan su presa, seducen, y luego descubren que la responsabilidad y no digamos el compromiso no va con ellos. Las excusas pueden ser múltiples: el amor se acabó, o bien el objeto de su amor (que no sujeto) no se plegaba a sus exactos deseos, o no era, en definitiva, lo que esperaban.
Con todo, hay que reconocer que el amor no es una ciencia exacta, pueden surgir estos y otros espejismos y, salvo que se trate de casos patológicos o extremos, madurar conlleva aceptar equivocaciones y asumirlas con respeto y elegancia. No en vano incluso en las historias que terminan mal hubo probablemente unos días de amor y felicidad que tal vez compensaron ese abrupto adiós... El final de Anna Karenina es literario, pero afortunadamente irreal en nuestros días.
Lo terrible es que la vida misma está llena de depredadores emocionales y no necesariamente amorosos. Individuos que inicialmente no conocemos y en los que no nos hubiéramos fijado, pero que ponen su mirada en nuestra vida o en algo que nos concierne, hasta convertirnos en víctimas de su voracidad o su frivolidad. Puede ser alguien que de pronto irrumpe en nuestra rutina social o laboral, alguien que descubre algo valioso en nosotros y que nos obliga a prestarle atención para complicarnos poco a poco la existencia: quizás nos ofrece una ayuda que luego acaba cobrándonos cara; tal vez nos ofrezca trabajo (a pesar de que ya lo tenemos) para descubrir despues que el gran sueldo anunciado depende de comisiones que menguan con el tiempo. Eso si no se trata de un encargo que nos lleva tiempo y esfuerzo y que luego no podemos cobrar (incluso puede que se nos inste a devolver la parte recibida) porque nuestro cliente ha cambiado de oponión o no puedo pagarnos aquello que libremente nos solicitó.
A veces de trata de algo más sutil, como le ocurrió a la protagonista de una conocida película (Mujer blanca, soltera... era el título) en la que una chica ponía un anuncio para para compartir su piso y la inquilina recién llegada, a través de una especie de admiración-envidia, empieza a imitarla, a despojarla de sus costumbres, su estilo de vida y cómo no, de su pareja. O de algo aparentemente nimio, pero molesto: un vecino que de pronto decide reprocharnos algo que sólo tangencialmente está en nuestraa manos resolver y que debido a la cercanía, nos va mortificando y envolviendo, sin poder cortar racionalmente esa bola de nieve. Puede ser incluso algo peor, o con consecuencias más gravosas: alguien que nos propone con ahínco un negocio, o que nos solicita de forma reiterada que le vendamos la vieja casa de la abuela que se encuentra en la montaña a la que casi nunca vamos, o alguna propiedad que codicia o de la que dice sentirse atraído, casi enamorado. De repente a esta persona parece irle la vida en que le prestemos atención, interrumpamos nuestra actividad, comprendamos sus sueños. A nosotros todo eso nos resulta ajeno en principio, tenemos nuestras propias obligaciones y prioridades y no soñamos con rentabilizar la casa de la montaña porque ni somos inversores ni nos gusta complicarnos innecesariamente la vida. Sin embargo, estetipo de gente no aceptará una negativa, pondrá su empeño en que el negocio se haga porque en su cabeza está ya todo decidido. Todo, además, con prisas. Bien, ¿nos libraremos por eso de ellos, una vez realizada la transacción? No. Esta gente no se para en nada. Si una vez que tienen el objeto en sus manos algo no funciona, o no era lo previsto o deseado, y en la montaña por ejemplo, hay a menudo ventisca, y no sólo nieve, o acariciaban incorporar una colina colindante(por el mismo precio), pero que en puridad no forma parte de la casa, le pedirán cuentas a usted que no les buscó ni quería meterse en líos. Y usted será responsable de todo, de que se hayan equivocado en su apreciación, de la ventisca, de la colina que no advirtió que no era suya (¿y cómo iba a hacerlo si usted sabía perfectamente que no era suya y que no podía ofrecérsela?) Y usted tendrá que hacer frente a insinuaciones, a acusaciones, hasta verse envuelto en una situación kafkiana. Pero ya no se trata de literatura, sino de la vida misma, de la acción depredadora de unos contra otros. En una novela se pueden conducir los hilos, seguir una lógica, o irse definitivamente a la ensoñación. En la vida todo se complica, porque si se aviene a pactar el depredador se afirma en su paranoica visión de que usted es culpable; y si usted no pacta porque se siente herido en su buena fe, es que es culpable también.
¿SERÁ CIERTO QUE QUIEN SIEMBRA VIENTOS RECOGE TEMPESTADES?
¿Sienten remordimientos estas personas por haber hecho perder, por ejemplo, un trabajo seguro a alguien? ¿Piensan si están hostigando o calumniando a alguien o si están arruinando a una familia? No, sólo piensan en lo suyo, hasta llegar a victimizarse y a querer rentabilizar su error. Todo menos reconocer que se equivocaron solos. ¿Cómo valorar entonces el daño que causan, cómo evaluar su responsabilidad moral? En otros tiempo se diría que Dios ya les juzgaría, pero somos una sociedad laica. Dios está muy lejos (demasiado lejos a juzgar por todo lo que pasa) y esa gente, en el mejor de los casos irresponsable, envenena la vida de sus semejantes sin que se les altere un sólo músculo. No siempre son conscientes de sus actos, pero el daño está ahí. Es su responsabilidad. El dolor que causan, más allá de los perjuicios materiales, es tangible. Si existe una secreta ley de las compensaciones, si hay unas reglas morales, que no legales, que regulan este milagro de la existencia, todo eso no puede quedar impune. No importa que nunca lo sepamos, pero en algún momento, alguien, algo, acaso ellos mismos, les hará mirarse al espejo y descubrir de golpe los pliegues más oscuros de su rostro.