Se dice que somos lo que comemos. Pero también lo que pensamos, lo que decimos (menos) y hasta cómo lo decimos. Es decir, cómo hablamos. Somos también lenguaje, semántica. Las palabras importan. Me viene esto a propósito de la palabra adopción extendida a mascotas, animales o árboles. Son todas estas acciones muy loables, y hasta necesarias en ocasiones. Pero la adopción tal como se entiende, prohijar a un niño/a en su dimensión más profunda, no debería extenderse a cuidar o hacerse cargo de una mascota o apadrinar un proyecto medioambiental. Hacerse padre o madre de alguien o hacerse hijo de un padre o una madre implica radicalidades y asunciones de compromisos que hoy por hoy se definen jurídica y semánticamente como adopción o acción de adoptar. No es cuestión de polemizar, pero hacerse cargo de un animal que no fue tuyo (posesivo) o que no compraste inicialmente no puede equipararse con tener un hijo no biológico. Al hijo adoptado se le equipara con el hijo biológico, pero la mascota que traes a casa (regalada, comprada, o rescatándola de un refugio) no es una adopción, no equivale a la llegada de un hijo. Se puede usar como metáfora o en cursiva, pero nunca será algo equivalente. Así se lo he escuchado a diversos padres y madres de hijos que fueron adoptados en su momento y que ahora son exactamente eso, hijos.
La actualidad politica no es objeto de este blog fundamentalmente literario, pero no caeré en la ingenuidad de escribir que se puede vivir al margen de la política (aunque pueda incurrir en otras muchas ingenuidades). Hay algo que me preocupa a menudo: la intolerancia hacia el gobernante elegido en las urnas, y la constante de los últimos treinta años de decantarse por un nuevo presidente de Gobierno en función del hartazgo que produce (real o mediático) el mandatario anterior. El que llega no siempre gana, simplemente sucede que el que se va, pierde. La excepción más dramática la protagonizó Suárez(al dimitir de forma más o menos forzada, a quien sólo se ha empezado a valorar de forma unánime una vez que se ha alejado de la escena política. Por cierto, hace unas semanas leí un análisis de E. Juliana que expresaba algo que ya intuí en 2004 durante la investidura de Zapatero y que hasta ahora no había visto escrito: el ligero parecido en las formas de prometer y de enfatizar de Suárez y Zapatero. Es un parecido de talante, más que de personalidades, y sin duda Suárez demostró un mayor peso como estratega. Les une sin embargo, cierta honradez y humildad castellanas, junto a un sentido de la improvisación y una enfermiza timidez que no les permite convencer cuando ellos mismos no están convencidos. Eso sí, Zapatero parece que tiene algunas tablas más, o un mayor optimismo, lo que le será útil en la difícil coyuntura económica de estos días.