Una de las frases más afortunadas del presidente del Gobieno en su investidura y en sus últimas apariciones se refiere a su preocupación "por los que no tienen de todo". Justo y necesario empeño. La política tiene su componente de poder, pero su atractivo, al menos para quienes fuimos jóvenes en los setenta y los ochenta, está asociado a la posibilidad de cambiar las cosas. En especial para los menos favorecidos, de ahí su inexcusable componente moral. Hay una exigencia ética en esa promesa que no puede quedar en mera intencionalidad ni operación cosmética.
Uno de los campos que requieren más atención y medios, se ha dicho hasta la saciedad en las últimas semanas, es el de la administración de la justicia. Especialmente preocupante es la cadena de delitos cometidos en el ámbito privado de consecuencias monstruosas, desde la muerte de Mari Luz Cortés a la de esa madre decapitada por su hijo enfermo cuyo drama anunciado parecía no tener eco en nuestro sistema. Sin embargo, son precisamente estos delitos que causan un dolor cierto en las personas, al hacer referencia a su libertad y a su vida, los que deberían concitar más atención. Es increíble que mientras cualquier desaprensivo o aprovechado puede acusar de cualquier cosa a un ciudadano honrado, y obligarle en consecuencia a demostrar que tal infundio o no es cierto, en el otro extremo, se permita que sujetos potencialmente peligrosos o incluso ya condenados logren evadirse del sistema para seguir amenazando o vejando a sus familiares o a seres indefensos con los que se tropiezan. Vivimos en una sociedad paradójica, y la administración de justicia no es ajena a esta paradoja: por un lado el garantismo, necesario a todas luces en una sociedad democrática, puede dar momentánea cobertura a conductas inadmisibles o al menos dilatar su castigo; por otro lado, el elevado volumen de causas que llegan a los juzgados, a veces por motivos nimios o inflados, incrementa el riesgo de que los casos graves no puedan ser atendidos con el debido mimo. Hace poco un magistrado encargado de casos de violencia doméstica exponía en un periódico nacional su impotencia y hasta su angustia, al no dar abasto y tener que irse a dormir cada día con un montón de expedientes no valorados ni leídos. Este hombre sensible y responsable vivía en la cuerda floja de no saber si de entre sus casos pendientes podría surgir un fatal desenlace, un maltratador convertido en asesino.
El presidente del Gobierno reconoció hace unos días que se deben reorganizar los recursos y agilizar los datos informáticos para evitar que se repitan casos irreparables como los de Mari Luz.
Los retos son muchos, pero el impulso ético es un signo de identidad europeo y socialdemócrata que debe guiar la vida pública y no sólo la privada. Los que eramos adolescentes cuando surgió la revuelta de mayo del 68 nunca hemos dejado de soñar en un mundo más justo, y acaso algo más perfecto, aunque a menudo parezca inalcanzable.
Los que también bebimos entonces del espíritu aperturista del concilio Vaticano II, aunque fuera sólo por nuestra condición de contemporáneos, sumanos a nuestra mochila biográfica y cultural por partida doble cierto sentido del servicio y de la ética aplicados a las realidades humanas más precarias.
Han pasado ya muchos años desde entonces y el duro juego de la vida real está bien lejos de parecerse a una Ong, pero tantas utopías dejaron su huella. Y algunas son irrenunciables.