Se asomó a la pintura con una fuerza inusual en una apacible joven de 18 años, con más pasión de la que solía dedicar a la vida. Sus primeros cuadros revolucionaron el universo pictórico por su precodidad y brío: "Un mundo", "Tertulia"... Ramón Gómez de la Serna fue a visitarla a Valladolid, donde vivía con sus padres; los poetas de la generación del 27 querían conocerla. Ella se movía entre las vanguardias, influida por el surrealismo y el expresionismo, pero su cabeza iba más lejos: soñaba y se enredaba en extrañas historias que no tenían puntos de encuentro con su papel de hija dócil en su vida diaria. Aquello era demasiado y su padre decidió internarla en un sanatorio para que se aquietara. Al salir de la clínica la joven se había reconciliado algo con la vida que tenía que vivir, la vida de una chica de clase media de la época: moderna sí, y pintora, pero sin las extravagancias iniciales ni la fuerza provocativa de su compañera de generación Maruja Mallo.
Después vino la Guerra Civil y aquella pintora que navegaba entre el surrealismo y el realismo mágico enmudeció. Se había casado con un pintor, tenía un hijo y sobrevivió en los años oscuros del franquismo. Todo era pintura en su vida y a la vez ella no pintaba en esos años. Silencio. En el último tercio del siglo XX renació, pero era otra: de los trazos duros y negros había pasado a la dulzura de los paisajes. Sobrevivió a todos los artistas de su generación. Acaba de fallecer.
Publiqué una semblanza de Ángeles Santos en la revista de Nueva literatura CLARÍN ("Ángeles Santos, la huida del surrealismo". número 98, marzo-abril de 2012) y escribí también un post sobre ella en el blog Mujeres de EL PAÍS. Como algunos otros artistas, empezó desde arriba y fue perdiendo su identidad inicial con los años. Llegó a la meta en poco tiempo, interrumpió su marcha e hizo el camino de vuelta antes de recorrerlo.
Así escribió sobre ella Juan Ramón Jiménez: "Alguno se acerca curioso a un lienzo y mira por un ojo y ve a Ángeles Santos corriendo gris y descalza orilla del río. Se pone hojas verdes en los ojos, le tira agua al sol, carbón a la luna. Huye, viene, va. De pronto, sus ojos se ponen en los ojos de las máscaras pegados a los nuestros. Y mira, la miramos. Mira sin saber a quién. La miramos. Mira".