Una exposición evoca en Madrid a Manuel B. Cossío (1857-1935), el gran pedagogo y experto en arte. Nombrar a Cossío es hablar de la Institución Libre de Enseñanza, de El Greco, de las Misiones Pedagógicas y de las corrientes pedagógicas que se asentaron en España en el primer tercio del siglo XX. La exposición (en la sede de la Fundación Giner de los Ríos, en el número 14 de la calle General Martínez Campos, en Madrid) presenta tres bloques: sus ideas sobre la educación, su aportación al estudio de El Greco y su proyecto de crear las Misiones Pedagógicas en los años treinta. La exposición se centra en sus investigaciones sobre el pintor (con visitas formativas al extranjero pensionado por la Junta de Ampliación de Estudios) que fructificaron en su clarificadora visión de El Greco (reuniendo en su ensayo todo lo publicado sobre el artista) y su ligazón con la ciudad de Toledo. Lo subterráneo, lo que requiere una segunda mirada y un posterior desarrollo es su labor pedagógica. Baste como muestra el audio de su disertación sobre La educación del niño del 6 de diciembre de 1931 (recogida en el Archivo de la Palabra del Centro de Estudios Históricos). En esta intervención (que puede verse y escucharse en la exposición) Cossío explica que la educación de los primeros años es la más importante en la vida de un individuo y que en ella no se puede escatimar. Ironiza sobre la costumbre de dotar de pocos medios a la educación primaria, pensando que para lo que van a aprender en esos tiernos años vale cualquier profesor al que se pague poco. Justo lo contrario de lo que él defendía: enseñanza de calidad en las primeras etapas educativas, desaparición de las jerarquías en el profesorado, destinando a los mejor preparados a los destinos más difíciles...Qué vuelco ha dado ese pensamiento en las últimas décadas y qué actual sigue siendo su crítica: quien sabe cuánto costará en el futuro la desidia de algunos profesores con los alumnos menos fáciles y los recortes en la enseñanza pública.
Otra faceta que apenas queda reseñada en la exposición es su empeño en que las Misiones contribuyeran a paliar la desigualdad entre la ciudad y el campo en aquellos tiempos y el abandono en que malvivían las poblaciones rurales. Solo la ilusión y la esperanza de cambiar aquella sociedad pudo convocar a tantos intelectuales y artistas a llevar el teatro, la música, el cine y la lectura a los pueblos más perdidos, a los que accedían a veces a caballo por estrechos desfiladeros. Cossío fue el alma de las Misiones Pedagógicas, pero fue también el cerebro de muchos otros proyectos que modernizaron la Universidad y la carrera de Magisterio, llevando así a cabo la idea de formar buenos docentes que transformaran la enseñanza tradicional.
María Sánchez Arbós fue una de esas maestras que siguió los pasos de de María de Maeztu y que tuvo en él a su principal inspirador. María Moliner fue la perfecta alumna de la ILE durante su breve paso por aquel centro en el que hablar con Cossío y exponerle sus anhelos le aprovechaba tanto o más que estudiar las asignaturas por su cuenta para examinarse de bachillerato por libre en el instituto Cardenal Cisneros.
Qué feliz era la jovencísima María Moliner cuando tenía la oportunidad de volver a su antiguo colegio del entonces paseo del Obelisco (el mismo espacio en el que ahora se recoge la muestra) para saludar a su querido señor Cossío y contarle sus proyectos tras haber aprobado las oposiciones como archivera y bibliotecaria. No es extraño que la bibliotecaria se entusiasmara con las Misiones Pedagógicas y colaborara desde el principio llevando libros a las principales poblaciones de Valencia, donde vivía. No es extraño tampoco que la antigua alumna María Moliner decidiera a los cincuenta años, cuando su carrera de bibliotecaria estaba estancada, que tenía que hacer algo más, por ejemplo, el Diccionario de Uso del español.
El señor Cossío fue mucho para muchos en España. Su amistad con los ministros de Instrucción Pública en los años treinta y su magisterio e influencia sobre los principales catedráticos de la época permitieron que sus ideas avanzaran.
Juan Ramón, que le conocía bien, no en vano vivió en la Residencia de Estudiantes, obra de la ILE, le hizo un amplio y certero retrato lleno de poesía y penetración psicológica. Dentro de ese poema en porsa, el poeta abrió un paréntesis. ("Tiene algo Cossío de tierno vegetal y de rico mineral; pocos hombres me han parecido tan paisaje)". Una síntesis acertada. Pocos hombres tan arborescentes, tan influyentes e inspiradores como el señor Cossío.
sábado, 31 de diciembre de 2016
martes, 20 de diciembre de 2016
La serie "Lo que escondían sus ojos"
He seguido, como tantos, la serie de televisión que narra la historia de amor extraconyugal entre Sonsoles de Icaza, marquesa de Llanzol, y Ramón Serrano Súñer al comienzo de los años cuarenta. En los años en que los españoles sufrían el rigor de la posguerra y la dictadura se asentaba en una atmósfera de victoria, represión y privilegiadas relaciones con los países que habían apoyado al general Franco durante la Guerra Civil, la Alemania nazi y la Italia fascista, inmersos ya en la Segunda Guerra Mundial. Voy a obviar el dilema que plantea reflejar en cine o televisión una historia de amor real en su doble vertiente privada e histórica, es decir, la dificultad -y la oportunidad o no- de hacer ficción con un hecho conocido y representar a sus protagonistas. Hacerlos vivir no ya en la imaginación del lector sino en pantalla, lo que obliga a que esa historia tome cuerpo y adquiera una realidad paralela a la histórica. En este sentido, una de las críticas que se le han hecho a la serie, la elección de los actores protagonistas y su caracterización, puede convertirse en una virtud: en la medida en que el telespectador no siempre reconoce en ellos las figuras de los personajes encarnados, algunos tan conocidos como Serrano Súñer, la serie se convierte en una nueva ficción de los hechos que narra. No es un documental histórico en el que se incluye una apasionante historia privada, sino una recreación de una relación que por afectar a personalidades relevantes cuenta, como telón de fondo, con flecos políticos y sociales. La serie pasa a ser así una aproximación, una versión pública y visual de unos hechos del pasado que solo sus protagonistas conocieron en toda su dimensión. Y eso protege, de rechazo, aunque sea en diferido, la intimidad de la marquesa de Llanzol, la de su hija Carmen Díez de Rivera, la de Serranos Súñer y la de sus respectivos allegados. La serie cuenta o trata de contar su historia. Pero no es exactamente su historia.
He seguido la serie por tres razones: en primer lugar, como la mayoría de los telespectadores, por la fuerza de esa relación extraconyugal en la España timorata y nacionalcatólica, protagonizada por dos figuras de la política y la alta sociedad. En segundo lugar por el momento histórico en que se desarrolla y el interés que suscita en mí esa época en que Franco, el general ganador, se reinventa en dictador de un régimen personalista apoyándose en la Falange, el Ejército vencedor y las fuerzas tradicionalistas. Y en tercer lugar porque conocí y respeté a Carmen Díez de Rivera, la joven que, tras vivir en la ignorancia durante años sobre su origen, supo transformarse en una mujer útil a la sociedad, capaz, inteligente, implacable con los mediocres (en el sentido intelectual y moral) y exigente consigo misma.
Sin duda, la serie cumple con el primer objetivo: visibilizar un amor clandestino que, con todas sus contradicciones y sus inexactitudes, tuvo algo de verdad (al final la literatura, el cine y la vida misma tratan fundamentalmente de eso, se llame amor o pasión). Una verdad que refleja los usos y costumbres de la clase alta en la España franquista y muestra la falsa moral y la hipocresía de aquella època. Un ejemplo más de cómo la realidad supera a la ficción, y cómo en las sociedades aparentemente cerradas surgen vías de escape y formas de vida paralelas.
La serie, sin embargo, no responde a las expectativas creadas respecto al momento histórico, en parte porque no era ese su propósito y porque se ciñe a una novela. Se ha logrado una buena ambientación y hay ciertas pinceladas de época, pero si el telespectador interesado quiere ahondar, tendrá que leer por su cuenta. Al centrarse la trama en los amores del cuñadísimo y la madre de Carmen Díez de Rivera, la parte histórica queda simplificada. Serrano Súñer fue un personaje poliédrico y controvertido, y la serie, al hacer hincapié en su atractivo y en su papel de amante, distorsiona su figura, hasta hacerla incluso amable -y mas aún si se compara su rotundidad de carácter y el mundo en que se mueve como ministro de Exteriores con el provincianismo que impera en los tés del Pardo-.
En los años en que transcurre la historia, Serrano Súñer gozaba de un gran poder: fue el principal valedor ante Franco de los falangistas, además de promover un trato excepcional con Alemania e Italia. La División Azul supuso un claro apoyo a Alemania de forma indirecta. Muy pronto, algunos de sus amigos falangistas más fogosos, como Dionisio Ridruejo, emprendieron el viaje de vuelta, se alejaron del Régimen y se reconciliaron con la democracia. No fue ese el caso de Serrano Súñer: él no hizo ese trayecto cuando Franco prescindió de él, aunque, pasado el tiempo, analizara su trayectoria con el distanciamiento e inteligencia que le caracterizaban. La derrota alemana ya introdujo una inflexión: la política de confraternización con el régimen nazi ya no tenía sentido, había sido invalidada -al igual que las primeras ideas de Serrano Súñer-, y a la dictadura no le interesaba la homologación o connivencia con las potencias perdedoras. El cuñadísimo, además, tuvo la suerte de ser un hombre longevo: sobrevivió a amigos y enemigos y pudo así analizar sus trayectorias y la del Régimen que había servido con perspectiva. Pudo comprender, en todo caso, en qué se había equivocado él y el régimen franquista, aunque eso no signifique que en el momento en que actuó fuera algo más liberal o menos beligerante que su cuñado.
En consecuencia, poco o nada aporta la serie desde el punto de vista histórico, aunque sí refleje una época.
De ella, más allá del entretenimiento y el morbo, queda el esfuerzo y dignidad de Carmen Díez de Rivera. Es evidente que su vida dio un giro radical a los 17 años, y que lo dio para bien, aunque el coste fuera terrible, casi sobrehumano. La adolescente algo ingenua y apasionada, de ideas o costumbres tradicionales, dio paso a una mujer que conoció el dolor de los otros en África, que pasó por la Sorbona y la Complutense, que corrió delante de los grises, y que tras una primera aproximación política al ideario de Ridruejo se afilió al PSP de Tierno. Entre medias colaboró en la secretaría de Suárez siendo este director de RTVE y más tarde fue su jefa de gabinete en Presidencia. Y fue muy útil, aunque algunos solo la vieran como musa o inspiradora de los grandes cambios políticos. Fue mucho más, fue un acicate.
Díez de Rivera tuvo, además, una segunda etapa política tan fructífera como la de la Transición. Su largo periodo como eurodiputada, primero con el CDS y, una vez que este partido entró en la Internacional Liberal, con el PSOE, donde se sintió integrada sin perder su singularidad.
Era un animal político y por tanto fue feliz haciendo política. Últimamente se ha insistido en exceso en ese gran desgarro vital adolescente que le obligó a cambiar de vida tras conocer "la verdad" de su filiación biológica. Se olvida que fue también una niña feliz y querida por su padre legal y real, Francisco de Paula Díez de Rivera (el personaje más logrado de la serie, además). Aquel terrible desengaño no fue ni lo más importante ni lo único que pesó en su vida. Al final, no importa tanto lo que cada uno sufre (eso queda en la esfera íntima y en la conciencia) o lo que no consigue, sino lo que hace. Y Carmen hizo. Fue ella misma, más allá de quienes fueran sus padres.
He seguido la serie por tres razones: en primer lugar, como la mayoría de los telespectadores, por la fuerza de esa relación extraconyugal en la España timorata y nacionalcatólica, protagonizada por dos figuras de la política y la alta sociedad. En segundo lugar por el momento histórico en que se desarrolla y el interés que suscita en mí esa época en que Franco, el general ganador, se reinventa en dictador de un régimen personalista apoyándose en la Falange, el Ejército vencedor y las fuerzas tradicionalistas. Y en tercer lugar porque conocí y respeté a Carmen Díez de Rivera, la joven que, tras vivir en la ignorancia durante años sobre su origen, supo transformarse en una mujer útil a la sociedad, capaz, inteligente, implacable con los mediocres (en el sentido intelectual y moral) y exigente consigo misma.
Sin duda, la serie cumple con el primer objetivo: visibilizar un amor clandestino que, con todas sus contradicciones y sus inexactitudes, tuvo algo de verdad (al final la literatura, el cine y la vida misma tratan fundamentalmente de eso, se llame amor o pasión). Una verdad que refleja los usos y costumbres de la clase alta en la España franquista y muestra la falsa moral y la hipocresía de aquella època. Un ejemplo más de cómo la realidad supera a la ficción, y cómo en las sociedades aparentemente cerradas surgen vías de escape y formas de vida paralelas.
La serie, sin embargo, no responde a las expectativas creadas respecto al momento histórico, en parte porque no era ese su propósito y porque se ciñe a una novela. Se ha logrado una buena ambientación y hay ciertas pinceladas de época, pero si el telespectador interesado quiere ahondar, tendrá que leer por su cuenta. Al centrarse la trama en los amores del cuñadísimo y la madre de Carmen Díez de Rivera, la parte histórica queda simplificada. Serrano Súñer fue un personaje poliédrico y controvertido, y la serie, al hacer hincapié en su atractivo y en su papel de amante, distorsiona su figura, hasta hacerla incluso amable -y mas aún si se compara su rotundidad de carácter y el mundo en que se mueve como ministro de Exteriores con el provincianismo que impera en los tés del Pardo-.
En los años en que transcurre la historia, Serrano Súñer gozaba de un gran poder: fue el principal valedor ante Franco de los falangistas, además de promover un trato excepcional con Alemania e Italia. La División Azul supuso un claro apoyo a Alemania de forma indirecta. Muy pronto, algunos de sus amigos falangistas más fogosos, como Dionisio Ridruejo, emprendieron el viaje de vuelta, se alejaron del Régimen y se reconciliaron con la democracia. No fue ese el caso de Serrano Súñer: él no hizo ese trayecto cuando Franco prescindió de él, aunque, pasado el tiempo, analizara su trayectoria con el distanciamiento e inteligencia que le caracterizaban. La derrota alemana ya introdujo una inflexión: la política de confraternización con el régimen nazi ya no tenía sentido, había sido invalidada -al igual que las primeras ideas de Serrano Súñer-, y a la dictadura no le interesaba la homologación o connivencia con las potencias perdedoras. El cuñadísimo, además, tuvo la suerte de ser un hombre longevo: sobrevivió a amigos y enemigos y pudo así analizar sus trayectorias y la del Régimen que había servido con perspectiva. Pudo comprender, en todo caso, en qué se había equivocado él y el régimen franquista, aunque eso no signifique que en el momento en que actuó fuera algo más liberal o menos beligerante que su cuñado.
En consecuencia, poco o nada aporta la serie desde el punto de vista histórico, aunque sí refleje una época.
De ella, más allá del entretenimiento y el morbo, queda el esfuerzo y dignidad de Carmen Díez de Rivera. Es evidente que su vida dio un giro radical a los 17 años, y que lo dio para bien, aunque el coste fuera terrible, casi sobrehumano. La adolescente algo ingenua y apasionada, de ideas o costumbres tradicionales, dio paso a una mujer que conoció el dolor de los otros en África, que pasó por la Sorbona y la Complutense, que corrió delante de los grises, y que tras una primera aproximación política al ideario de Ridruejo se afilió al PSP de Tierno. Entre medias colaboró en la secretaría de Suárez siendo este director de RTVE y más tarde fue su jefa de gabinete en Presidencia. Y fue muy útil, aunque algunos solo la vieran como musa o inspiradora de los grandes cambios políticos. Fue mucho más, fue un acicate.
Díez de Rivera tuvo, además, una segunda etapa política tan fructífera como la de la Transición. Su largo periodo como eurodiputada, primero con el CDS y, una vez que este partido entró en la Internacional Liberal, con el PSOE, donde se sintió integrada sin perder su singularidad.
Era un animal político y por tanto fue feliz haciendo política. Últimamente se ha insistido en exceso en ese gran desgarro vital adolescente que le obligó a cambiar de vida tras conocer "la verdad" de su filiación biológica. Se olvida que fue también una niña feliz y querida por su padre legal y real, Francisco de Paula Díez de Rivera (el personaje más logrado de la serie, además). Aquel terrible desengaño no fue ni lo más importante ni lo único que pesó en su vida. Al final, no importa tanto lo que cada uno sufre (eso queda en la esfera íntima y en la conciencia) o lo que no consigue, sino lo que hace. Y Carmen hizo. Fue ella misma, más allá de quienes fueran sus padres.
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